TRAJES PARA LAS NOVIAS
Siglos atrás
(sobre todo desde el período medio de la época victoriana, segunda mitad del
siglo XIX), dónde los moralismos y los prejuicios fueron tan considerados, a la
mujer se la valoraba por sus dos “aspectos importantes”:
1º) Ser
madre (y saber cuidar de sus hijos y su hogar) y
2º) Ser
virgen (“virtud” fundamental para mujer honrada).
Sólo la
Virgen María podía ser las dos cosas al mismo tiempo. Para el resto de las
mujeres, habían de optar por una de las dos cosas, o por una detrás de la otra.
Así, el ideal, y valorable, era que llegasen a ser madres y que, mientras no accedieran al estado de “bien casadas” (paso previo imprescindible para poder ser madres), lo primordial en ellas era que conservaran su virginidad.
Así, el ideal, y valorable, era que llegasen a ser madres y que, mientras no accedieran al estado de “bien casadas” (paso previo imprescindible para poder ser madres), lo primordial en ellas era que conservaran su virginidad.
De ahí, con
estos criterios tan puritanos, la importancia de llegar al altar luciendo un
traje blanco (signo de pureza y virginidad); atuendo que nunca podrían lucir
aquellas que ya habían “conocido varón” antes de contraer Matrimonio.
Las cosas,
muchas cosas y planteamientos han cambiado. También el pensamiento de la
sociedad “ha evolucionado” y aquellos “valores” de décadas pasadas, han pasado
a ser entendidas como ñoñerías.
Pero la
tradición, en lo que a los trajes blancos para las novias (acompañada del
negocio de los vestidos), ha seguido permaneciendo; incluso. Seguramente, hasta
se ha fomentado más y más. Y muchas mujeres, no precisamente virtuosas en lo de
conservar su “tesorito” para el que hubiese de ser su marido, es “algo pasado
de moda”.
Hay que
valorar que ha quedado superada la visión “machista” del uso del sexo, desde la
que al Matrimonio él debía llegar “con experiencia”; (pues “cuanto más golfo,
más interesante”). Pero es que, además, todo el mundo sabía que “el que no se
la corría de soltero se la correría luego de casado”...
Mientras, a
ella, le tocaba ser virtuosa, cándida, púdica (tanto que casi pareciera que no tenía derecho a conocer
su propio cuerpo). Y, así, durante las relaciones (el salir a “conocerse”,
durante el noviazgo) ella sabría decir aquello de “no me toques, que soy mocita
y pierdo”).
Nada que ver
con las relaciones de hoy (después de que la mujer ha ido logrando alcanzar (no
sin esfuerzos) muchos espacios en la sociedad que estaban reservados sólo para
los varones y de que han buscado ser libres con lo que quieran hacer con sus
cuerpos…).
Pero, de
todos modos… ¡hay cosas que no me pegan demasiado! ¿Qué sentido tienen (ya
metidos en la segunda década del siglo XXI), seguir con “tradiciones” tan poco “funcionales”?
Bueno, lo acepto: sinceramente,
creo que yo no entiendo, del todo por lo menos (aún haciendo un gran esfuerzo
de pensar, por un momento, sólo desde el mi hemisferio derecho), en qué
consiste la sutil experiencia del traje blanco.
¿Por qué gusta tanto, a mayoría
de las mujeres, el vestirse de novia…? ¿Acaso será el encanto de saberse
portadoras de la pureza del amor?
Quizá los hombres sepamos
amar tanto o más que ellas… pero, seguramente, nos falta saber hacerlo con la
total sublime pureza que lo convierte en don divino.