Lo
sabemos…
En
nuestra sociedad (por educación, por lo leído o escuchado, por transmisión
cultural)… ¡todos sabemos lo que es la Navidad!
Cada
año, cada 25 de diciembre, se conmemora el nacimiento de Jesús de Nazaret en
Belén. Podría decirse que es como una celebración de cumpleaños de esa criatura
que nació (poco más o menos) hace 2.019 años… en un pobre rincón de una perdida
aldea de Palestina.
Ocasión
para recordar-revivir la idea de que es fecha propicia para encontrarnos con
las personas que apreciamos para compartir momentos felices alrededor de una
mesa, para regalarnos detalles con los que demostrar nuestro aprecio…;
ayudándonos mutuamente a ser un poco más felices. Sí, NAVIDAD es: querer vivir
como Familia humana y atrevernos a dar el paso de abrirnos al Amor.
Y
para conmemorar el hecho histórico y para avivar nuestro ánimo, adornamos las
calles, decoramos de manera especial nuestros hogares, ponemos a la vista un
árbol cargado de luces y detallitos,
e incluso hasta un pesebre o belén.
Pero
¿qué sentido tiene todo esto de gastar dinero en adornos o colocar un montón de
figuritas sobre una tarima o una mesa? Incluso ¿qué queremos decir cuando le
deseamos a las tantas personas con las que nos encontramos eso de “feliz
Navidad” o “felices pascuas”?
Esta
solemnidad es también una invitación a pararnos a pensar: Navidad es
recordar-conmemorar el hecho de que Dios ha querido hacerse uno de nosotros.
Que Dios no ha querido quedarse lejos de sus criaturas, allá en su Cielo; sino
que se ha encarnado para estar CON NOSOTROS.
Y
eso nos ha de llevar a reflexionar: ¿a ese Dios cercano…, cómo le voy
respondiendo yo?, ¿su propuesta de vida, según la ley del amor solidario y la
confianza la hago mía?
Ojalá
no se nos pase esta Navidad sin más y aprehendamos a hacer en nuestras vidas una
propuesta visible de misericordia viva, de esperanza contagiosa, de gozosa
alegría.