Un día, inesperadamente, me regalaron una mecedora…, ese mueble diferente
que es una especie de butaca con brazos pero que no asienta bien en el
suelo, pues en vez de patas lo que tiene es una base curva que no hay cómo
hacer para que deje de balancearse continuamente…
Al principio, ni sabía qué hacer con ella, ni tampoco en qué rincón de la
casa colocarla para que no me entorpeciera mucho mis movimientos. Luego le
encontré un sitio y también utilidad: todas las tardes me sentaba en ella un
rato… para meditar y, a veces, hasta echaba una cabezada…
Después de varios años haciéndolo, mi mecedora ya era, para mí, un mueble
valioso y fundamental para disfrutar mi cotidiana existencia. La valoraba
como ningún otro elemento material de mi casa.
Igual pasa con la vida…:
Muchas veces, nos parece incomprensible que la gente joven vaya por la vida
arriesgándola, cada día, de tal manera que pareciera que no valoran ese
“tesoro” que tienen a su haber y que pueden perder, sin más, “jugando”, a lo
loco, ¡poniendo en peligro, tontamente, algo tan valioso como la propia
vida!
Mientras las personas mayores, que ya vamos con nuestra agenda bastante
agotada, la valoramos tanto y vamos con mucha precaución para no
arriesgarnos lo más mínimo; cuando, en realidad, ya es menor la cantidad de
“valiosos” años, meses, días… que nos quedan por disfrutar.
¿Qué sucede?, ¿cómo es posible esta dual realidad?
La clave está: ¿en la inconsciencia de la juventud?, o, acaso, ¿en la
sabiduría de haber aprendido a valorar ese tesoro que ¡se nos ha regalado al
llegar a la nuestra existencia!?
Quizás sería bueno que, en estos tiempos que estamos viviendo de ¡tanto
riesgo a perder el tesoro de la vida!, sin renunciar nunca a la alegría de
vivir, también tomemos conciencia de que este tesoro que portamos, hemos de
cuidarlo ¡cómo el gran Don que es!, y del que, gota a gota, minuto a minuto,
podemos y debemos dar gracias de poseer.