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miércoles, 3 de octubre de 2012

CUAL DIÓGENES


LAS CAJITAS DE INÉS

A Inés le gustaban mucho los críos chicos, los bebés. Como consecuencia, también las muñecas y los muñecos, sobre todo los de bebés recién nacidos. Cada vez que veía alguna foto, tanto de críos reales como de juguete, ella la guardaba... como todo un tesoro.

Unas navidades, sus padres le regalaron una muñeca bebé preciosa...


Inés estaba encantada con su muñeca Tinita. Pero la caja que traía era de material endeble y enseguida se rompió. Claro que doña Lourdes intervino diligentemente y, enseguida, consiguió una adecuada maravillosa caja para la muñeca Tinita de su hija.

Pasaron los años e Inés tuvo más muñecas y muñecos. Y, desde luego, muchos más recortes de revistas con fotografías de bebés. Ella los tenía ordenados en cajas: la azul, la rosa, la de lunares...


Ya, cada vez que encontraba una caja bonita, la guardaba... para poder ordenar bien sus recortes con fotografías y postales de niños y niñas.

Cuando Inés tenía 17 años, tenía 32 entre muñecas y muñecos, y una gran cantidad de cajas repletas de fotos con caritas e infantiles cuerpecitos.  Cada caja, si no era muy bonita, la forraba con papel de color o con flores o dibujos bonitos...


Las cajas las conseguía de las distintas cosas que se compraban en casa, pero también ella iba a pedirlas a distintos comercios o hasta si le gustaba alguna que veía tirada en la calle, la recogía para llevarla a casa. Así, en la habitación de Inés había cajas encima del armario, debajo de la cama, entre la ropa, en una pira amontonada en un rincón detrás de la puerta... ¡cientos de cajas!

Un día, volviendo a casa de su clase de francés, se encontró con la dependienta de una camisería que sacaba montones de cajas azules de la tienda. No lo pudo evitar, y le pidió, por favor que se las regalase. La chica estuvo encantada y nuestra protagonista no menos. Eso sí, tuvo que llamar a un taxi para llevarlas a casa.


El problema fue luego, cuando en casa, no tenía espacio material para guardarlas. Las echó encima de la cama..., pero eso no podía ser por muchas horas.

Así que, esa tarde, Inés se quedó encerrada en su cuarto, intentado poner orden en su arsenal de cajas: sacó las que tenía guardadas en uno y otro lugar y las fue encajando, dentro de lo posible, unas dentro de otras... ¡Bien!, con ello consiguió que ocupasen incluso menos del espacio que el que ya tenía destinado a sus cajas anteriormente.  El problema era ahora que cuando fuese a buscar una determinada caja, acaso que no la encontraría a primera vista... Pero, bueno, eso era un mal menor para ella.


Después de varios años, Inés fue perdiendo un cierto interés por sus muñecas y sus postales y sus recortes de revistas con fotografías de peques.  Empezando a gustarle los chicos más mayorcitos. De más de veinte años...

Lo que no perdió Inés fue su afición por las cajas y cajitas. Y sus amigas y amigos le regalaban cajas de todo tipo. Y, cuando tuvo novio, éste todo lo que le regalaba lo hacía dentro de una bonita caja que, ella, seguro, siempre conservaba...

Por fin un día, Inés y Rafa decidieron formalizar su relación. Y ella invitó a su novio, de parte de sus padres, a que fuese a su casa a cenar.

Todo fue muy bien, charlaron afable y distendidamente, incluso hubo un espacio para compartir experiencias muy personales.

El “broche” de la noche lo motivó Rafa cuando dijo:

- Oye, Inés, me gustaría ver tu cuarto, saber dónde duermes y sueñas.

- Venga, sígueme...

Al entrar en el cuarto, Rafa (que no sabía lo que había detrás) empujó la puerta de entrada a la habitación y, perdiendo la estabilidad, la montaña de cajas que estaba oculta calló golpeando al chico en la cabeza a la vez que producía un gran estruendo.

- ¡Ay! ¿qué es esto?

Un silencio. Luego:

- Mis cajas...

- ¿Pero cómo es posible, yo sabía de tu afición, pero... tantas cajas?

- Sí ¿a quién le hago daño?

- Pues mira, ahora me lo has hecho a mí...

- Pobre Rafa... (poniéndose melosa)

- Pobre Rafa, no. Pobre de ti, Inés.  ¿No te das cuenta de que esto es ¡demasiado!...?

- ¿Pero por qué...?


- Bueno, no es ningún delito, ¡pero vaya manía! Y el caso es que no sé como...

- ¿Cómo qué?

- Pues... cómo yo no me he dado cuenta de que estaba saliendo con una mujer que tiene ¡el síndrome de Diógenes...!

- Pues mira, si te parezco enferma, déjame con mi locura, que yo así soy feliz...

- No, yo no digo que estés loca, pero lo que sí voy a hacer, ahora mismo, es dejarte tranquila que, por lo que veo, tienes tarea para un buen rato (añadió mientras señalaba las cajas caídas); además, ahora... ¡miedo me está entrando de quedarme un rato más en esa casa!, dime: ¿qué hay detrás de la puerta que da a la calle?, ¿cuántos golpes me quedan que recibir todavía esta noche...?

- Por favor, no te pongas así, que tampoco es para tanto, digo yo...

- Bueno, no será para tanto, pero yo ahora me marcho por donde vine a un lugar más seguro (añadió con tono burlón).


Pues sí, Rafa se marchó. Se despidió cortésmente y dio las gracias a los padres de Inés pero, sin hacerlo materialmente, le estaba dando un golpe moral a la coleccionista de cajas.

Y, así, de este modo, Inés se quedó con el plantón de su novio ¡y sin saber cómo hacer, ahora, para recoger todas las cajas que tenía repartidas por el suelo de su habitación!

Pero lo peor fue... cuando se fue haciendo consciente de la realidad: su afición la había desbordado y la había dejado vacía, como a casi todas aquellas cajas que guardaba. Y al darse cuenta, Inés lloró y lloró. De rabia y hasta de coraje contra sí misma. También de impotencia.

Estuvo horas, hasta la madrugada... sin salir de su habitación. Sólo ordenando cajas.

Por la mañana, su madre entró en el cuarto. Al entrar, en el primer momento, se sorprendió del orden que allí había; si bien todo el cuarto estaba lleno de montones de cajas, bien ordenadas, encajadas unos dentro de otras y formando grupos... Después de buscarla con la mirada, entre las montañas de cajas, vio a su hija dormida en un rincón dejada caer sobre la pared, signo seguro de que había quedado agotada... 


Se le acercó en silencio, intentando evadir las columnas de cajas, a través de aquel laberinto de cartón y papel multicolor. De todos modos, sin poder evitarlo, un par de cajas fueron al suelo y, de un golpe, hicieron que Inés despertara.

Con los ojos aún enrojecidos, se incorporó poniendo en sus labios un “mamá” que hizo que las dos mujeres, madre e hija rompieran a llorar.

Se abrazaron como nunca lo habían hecho.

Entonces, la mamá, queriendo ser positiva,  dijo:

- Qué bien está todo.

A lo que Inés respondió:

- No, nada está bien: sólo tengo cajas vacías... ¿para qué?

- No sé, es lo que a ti te gusta (le dijo su madre).

De nuevo, con renovadas lágrimas en los ojos, la chica añadió:

- He perdido mi tiempo, he perdido mi novio, he perdido... ¡el sentido de la realidad!

- Un poco sí, la verdad...

- Todo el sentido, mamá. Las cajas no me sirven para nada.

Hubo un silencio. Las lágrimas corrían por el rostro de Inés. Su madre tragaba saliva, resistiéndose a acompañar a su hija en aquel duelo.


Siguió, hablando con dificultad:

- Ni siquiera para guardar... Sólo lo que es útil merece la pena ser guardado o dedicarle nuestro tiempo... Además las cosas más bellas de la vida vienen libres, desenvueltas; como las mariposas, las flores, el viento o la luz del sol al amanecer que entra por mi ventana.

Las dos miraron hacia la ventana.

Mientras la madre añadió:

- Sí, hija mía. También este otro abrazo que te voy a dar.

- Te quiero, mami.

Así estuvieron un buen rato, sin tiempo medible, ya sin mirar el despropósito de cajas acumuladas y amontonadas junto, delante, detrás, a ambos lados... de ellas.

Luego, doña Lourdes dijo:

- ¿Y si hacemos una travesura?

- ¿Qué travesura, mamá?

- Mira, podemos coger todas las cajas, las metemos en la camioneta de Jorge, que casualmente ha venido a traernos fruta fresca, y le pedimos que, luego, se las lleve... a donde le parezca.

Así lo hicieron, en silencio, como si de un rito religioso se tratara.

El primo Jorge, les dijo:

- Tengo una idea: las llevaré a la Plaza Mayor, donde están montando un gran árbol de Navidad.


Lo que tú hagas estará bien, le dijo la tía.

Jorge se acercó a la Plaza y, pidiendo ayuda a los operarios del Ayuntamiento para descargarlas, las dejó todas allí, sin dar más explicaciones.

Y... al otro día, todas las cajas y cajitas, las que habían sido motivos de alegrías y también de sufrimiento,  sueño y pesadilla para Inés, ahora, todas, lucían colgadas del gran abeto en la Plaza Mayor.


       



     (Un relato publicado en “Desde el Alféizar”)


7 comentarios:

  1. uffffff una ilusion rota, pero de io cuenta que esa ilusion le podia romper cosas importantes, un abrazo

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    1. Era una ilusión, también una "dependencia". Una atadura innecesaria para vivir auténticamente...

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  2. "Solo lo que es útil merece ser guardado" el problema está en equilibrar en su justa medida lo que es útil. Cuánto acumulamos por si acaso, como una mochila que vamos cargando y no somos conscientes de hasta qué punto es un lastre que está condicionando nuestra vida

    Un abrazo:)

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    1. Mi madre me enseñó a guardar todo "por si acaso" pero ya mis hijos no me dejan hacerlo y de vez en cuando hago limpieza, pero las cajas, no las de carton para embalar, pero sí las de zapatos, regalos y esas cosas me encantan, pero comprendo que tienes que vivr en un palacio para poder guardarlas, así que me he limitado a una colección de cajitas pequeñas, de esas que se venden en tiendas de regalo y se ponen de adorno por las mesas y las estanterías...
      antes todos mis amigos me regalaban cajitas...
      Un abrazo,

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  3. Jose María creo que con mi comentario a m.p. moreno y he hecho lo propio en tu blog...
    Un abrazo y felíz jueves, viernes y finde, por si no nos leemos,

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    1. A mi mi abuela me enseñó que "quien guarda... encuentra". Pero también es verdad que guardad y guardar, sin saber ni donde lo tenemos, no sirve para nada (sólo para ocupar espacio y quitarnos el tiempo...).

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  4. Aquello que decía mi madre, que decía mi abuela...'guarda para cuando no hay', lleva al dilema de no saber distinguir entre lo que sirve y lo que no sirve cuando empieza uno a tomar conciencia de que sobrar por sobrar tampoco tiene sentido.
    Por lo pronto, encuentro más práctico y funcional el siguiente criterio:
    Lo que en dos, tres temporadas no ha servido, queda convertido en trasto ipso facto. ¡Y se avienta y pax Christi!, jejeje.
    Muy interesante tu entrada.
    Abrazos

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