Normalmente, a
una jornada de preocupación y sueño, le acompañan el cansancio, el malestar
físico, el dolor de cabeza. Y a una dieta excesiva en grasas pesadas, le
acompaña un índice demasiado alto de colesterol.
El colesterol,
como el dolor de cabeza, no es ninguna enfermedad. Simplemente son “síntomas”
(o llamadas de atención de nuestro organismo) que nos dicen ¡OJO!, hay algo que
no va bien... en esa manera de alimentarse.
Pero ¿qué es
el colesterol?
En realidad, el
colesterol es vital para nuestro organismo, pues forma parte de la estructura
de las membranas de nuestras células y es a partir de él que se sintetizan las
hormonas o los ácidos biliares, tan importantes para digerir las grasas
correctamente. Está presente en todas las células y es absolutamente necesario
para el correcto funcionamiento de nuestro cuerpo. Es algo que forma parte del mismo:
el cuerpo lo utiliza en la formación de muchos tejidos (cerebro, columna
vertebral, piel), forma parte de los materiales para formar las sales biliares,
hormonas sexuales, adrenales y vitamina D, y se combina con las proteínas para
poder transportar las grasas hasta todas las células.
La
colesteremia es la acumulación del colesterol (o colesterina) en la sangre. Es
un esterol (químicamente es un alcohol secundario sólido) presente en los
tejidos del organismo. Su origen es
mixto: una parte la genera el propio organismo, y otra es ingerida con los
alimentos.
Entonces… ¿Es
algo malo o también bueno?
Se habla de
colesterol “bueno” y “malo”, pero sólo
hay un tipo de colesterol. La única
diferencia que existe es de cantidad pero no de cualidad: sólo hay un tipo de
colesterol que se desplaza por la sangre asociado a las lipoproteínas de alta o
baja intensidad.
Y es bueno y es
malo, si queremos.
Lo que yo
pienso (desde mis limitados conocimientos de nutrición) es que el colesterol lo
que hace es acompañar a las grasas. Y lo hace a distintos niveles, según las
grasas que tengamos acumuladas en nuestro organismo: a un nivel bajo (LDL) a
una muy alta densidad (HDL). Pero no hay dos tipos de colesterol, sino dos
niveles: si tenemos mucha grasa en nuestro organismo, el colesterol estará alto
(HDL), pero si quemamos las grasas, el colesterol bajará a unos niveles
adecuados. No hay que atacar al colesterol, sino a las grasas. En sí, el
colesterol no es malo; las perjudiciales son grasas acumuladas en exceso. Son
las grasas de más las que influyen negativamente en nuestra salud.
Así, más que
un mal, el colesterol alto podemos decir que es un síntoma.
Como tantos
“problemas” a los que se les llama “enfermedad” (por aquello de que el miedo
vende y, tantos, miden sus acciones sólo por los beneficios que les pueda
proporcionar…), no son más que una ayuda que nos hace el propio organismo al
indicarnos que hay algo de nuestra conducta que debemos cambiar.
Es muy importante tener presente que el hígado
produce prácticamente todo el colesterol que necesitamos, en nuestro organismo,
para funcionar correctamente. El colesterol, en un 80% es fabricado por nuestro
organismo, aunque también lo asimilamos a través de determinados alimentos.
Cuando la persona consume más colesterol
del necesario (el que acompaña a las grasas animales saturadas que ingiere), puede
producirse un exceso del mismo, que se va depositando a lo largo de las paredes
de las arterias.
Al ir creciendo dichos depósitos (grasa
acompañada de colesterina) se produce un endurecimiento de las arterias (la "arteroesclerosis")
y, por ello, la circulación sanguínea se torna más dificultosa, y van apareciendo
nuevos problemas (pérdida del oído, problemas de respiración, ataques al
corazón, calvicie, vértigo, etc.); así, todos los tejidos del cuerpo resultan
perjudicados por la reducida cantidad de oxígeno y nutrientes que les llega.
Por eso, el colesterol "malo"
(malo de verdad) es el que ingerimos en nuestra dieta al comer gradas en
demasía y, en consecuencia, nuestro organismo almacena más grasa en los
tejidos, y se elevan los niveles de colesterol en la sangre.
Y cuando se
tiene demasiado, surge el problema y la causa principal suele ser porque la
alimentación es excesivamente rica en productos grasos que ya llevan adjunto
colesterol o que, una vez en el cuerpo humano, el exceso de lípidos los genere.
Y si no se hace suficiente ejercicio físico… ¡esas grasas, acompañadas de su
colesterol, se quedan ahí… bien pegaditas a nuestras arterias!
Pero, atención: no hay que enfermar de
miedo: digan lo que digan los vendedores de fármacos, el colesterol no es uno
de los principales factores de riesgo cardiovasculares, como nos dan a entender
comúnmente.
Y, en el caso de que fuese necesaria una
vigilancia, siempre es recomendable utilizar fórmulas naturales antes que
recurrir directamente al fármaco (porque, además, los fármacos que se utilizan
tienen unos efectos secundarios que pueden ser muy graves, llevándonos a
padecer imprevisibles enfermedades).
De todos modos, la realidad es que, en España, millones de personas “padecen”
hipercolesterolemia; o sea: tienen la colesterina o colesterol alto. Y esto es, en buena parte, por los hábitos alimenticios incorrectos,
centrados en una dieta que usa y abusa de las grasas saturadas.
La sensatez nos ha de indicar al camino
correcto para “resolverla”: Seguir una dieta equilibrada es la mejor ayuda para
mantener un nivel de colesterol adecuado. La virtud en
el término medio.
Por ello, conviene vigilar todos aquellos
alimentos en los que predominen las grasas saturadas, como ocurre con los
lácteos, el tocino y los embutidos, los huevos y la carne; sin olvidar los
productos con grasas hidrogenadas (margarinas, bollería industrial, etc.). Aligerar
la dieta de grasas es el primer paso para mejorar y evitar la
hipercolesterolemia.
Así, una alimentación con demasiados
huevos, quesos, leche (la peor es la de vaca), helados, carne, marisco endurece
las arterías, por causa de la grasa.
Paralelamente, será beneficioso consumir
diariamente alimentos que contengan ácidos grasos insaturados, como: el aceite
de oliva virgen y refinado, algunos frutos secos (sobre todo avellanas, nueces,
almendras y pistachos), los cereales (pan integral, arroz integral, patatas,
harinas integrales), las legumbres (judías, guisantes, garbanzos, habas,
lentejas), la clara de huevo, los pescados azules (ricos en ácidos grasos Omega
3) como atún, bonito, sardina, salmón, boquerón, jurel, etc.; o cualquier
pescado blanco; entre las carnes las de ave de pollo (sin piel) y pavo. Todo
tipo de frutas y verduras, especialmente las rojas y las de hoja verde; también
los aguacates. Estupendo es tomar zumos (no olvidar el áloe vera ni el limón),
infusiones (alcachofera, harpagofito, onagra) y té.
En general, se puede decir que es
importante consumir preferentemente alimentos de origen vegetal (el aceite de oliva es la mejor grasa) en
lugar de los de origen animal. De origen animal, quedémonos con el pescado. Y
en vez de leche animal, leche de almendras o de soja.
Y…, si ya nos hemos pasado, pues hacer
ejercicio es otra cosa que nos ayudará a controlar el colesterol: al quemar
lípidos, mejorará el nivel de nuestro colesterol.
Seguro que cuidando nuestra alimentación y
saliendo a andar, por lo menos una hora al día, iremos deshaciéndonos de esas
grasas malsanas que llevan como compañeras al dichoso colesterol.