A Inés le gustaban mucho los
críos chicos, los bebés. Como consecuencia, también las muñecas y los muñecos,
sobre todo los de bebés recién nacidos. Cada vez que veía alguna foto, tanto de
críos reales como de juguete, ella la guardaba... como todo un tesoro.
Unas navidades, sus padres le
regalaron una muñeca bebé preciosa...
Inés estaba encantada con su
muñeca Tinita. Pero la caja que traía era de material endeble y enseguida se
rompió. Claro que doña Lourdes intervino diligentemente y, enseguida, consiguió
una adecuada maravillosa caja para la muñeca Tinita de su hija.
Pasaron los años e Inés tuvo
más muñecas y muñecos. Y, desde luego, muchos más recortes de revistas con
fotografías de bebés. Ella los tenía ordenados en cajas: la azul, la rosa, la
de lunares...
Ya, cada vez que encontraba
una caja bonita, la guardaba... para poder ordenar bien sus recortes con
fotografías y postales de niños y niñas.
Cuando Inés tenía 17 años,
tenía 32 entre muñecas y muñecos, y una gran cantidad de cajas repletas de
fotos con caritas e infantiles cuerpecitos.
Cada caja, si no era muy bonita, la forraba con papel de color o con
flores o dibujos bonitos...
Las cajas las conseguía de
las distintas cosas que se compraban en casa, pero también ella iba a pedirlas
a distintos comercios o hasta si le gustaba alguna que veía tirada en la calle,
la recogía para llevarla a casa. Así, en la habitación de Inés había cajas
encima del armario, debajo de la cama, entre la ropa, en una pira amontonada en
un rincón detrás de la puerta... ¡cientos de cajas!
Un día, volviendo a casa de
su clase de francés, se encontró con la dependienta de una camisería que sacaba
montones de cajas azules de la tienda. No lo pudo evitar, y le pidió, por favor
que se las regalase. La chica estuvo encantada y nuestra protagonista no menos.
Eso sí, tuvo que llamar a un taxi para llevarlas a casa.
El problema fue luego, cuando
en casa, no tenía espacio material para guardarlas. Las echó encima de la
cama..., pero eso no podía ser por muchas horas.
Así que, esa tarde, Inés se
quedó encerrada en su cuarto, intentado poner orden en su arsenal de cajas:
sacó las que tenía guardadas en uno y otro lugar y las fue encajando, dentro de
lo posible, unas dentro de otras... ¡Bien!, con ello consiguió que ocupasen
incluso menos del espacio que el que ya tenía destinado a sus cajas
anteriormente. El problema era ahora que
cuando fuese a buscar una determinada caja, acaso que no la encontraría a
primera vista... Pero, bueno, eso era un mal menor para ella.
Después de varios años, Inés
fue perdiendo un cierto interés por sus muñecas y sus postales y sus recortes
de revistas con fotografías de peques.
Empezando a gustarle los chicos más mayorcitos. De más de veinte años...
Lo que no perdió Inés fue su
afición por las cajas y cajitas. Y sus amigas y amigos le regalaban cajas de
todo tipo. Y, cuando tuvo novio, éste todo lo que le regalaba lo hacía dentro
de una bonita caja que, ella, seguro, siempre conservaba...
Por fin un día, Inés y Rafa
decidieron formalizar su relación. Y ella invitó a su novio, de parte de sus
padres, a que fuese a su casa a cenar.
Todo fue muy bien, charlaron
afable y distendidamente, incluso hubo un espacio para compartir experiencias
muy personales.
El “broche” de la noche lo motivó
Rafa cuando dijo:
- Oye, Inés, me gustaría ver
tu cuarto, saber dónde duermes y sueñas.
- Venga, sígueme...
Al entrar en el cuarto, Rafa
(que no sabía lo que había detrás) empujó la puerta de entrada a la habitación
y, perdiendo la estabilidad, la montaña de cajas que estaba oculta calló
golpeando al chico en la cabeza a la vez que producía un gran estruendo.
- ¡Ay! ¿qué es esto?
Un silencio. Luego:
- Mis cajas...
- ¿Pero cómo es posible, yo
sabía de tu afición, pero... tantas cajas?
- Sí ¿a quién le hago daño?
- Pues mira, ahora me lo has
hecho a mí...
- Pobre Rafa... (poniéndose
melosa)
- Pobre Rafa, no. Pobre de ti,
Inés. ¿No te das cuenta de que esto es
¡demasiado!...?
- ¿Pero por qué...?
- Bueno, no es ningún delito,
¡pero vaya manía! Y el caso es que no sé como...
- ¿Cómo qué?
- Pues... cómo yo no me he
dado cuenta de que estaba saliendo con una mujer que tiene ¡el síndrome de
Diógenes...!
- Pues mira, si te parezco
enferma, déjame con mi locura, que yo así soy feliz...
- No, yo no digo que estés
loca, pero lo que sí voy a hacer, ahora mismo, es dejarte tranquila que, por lo
que veo, tienes tarea para un buen rato (añadió mientras señalaba las cajas caídas);
además, ahora... ¡miedo me está entrando de quedarme un rato más en esa casa!,
dime: ¿qué hay detrás de la puerta que da a la calle?, ¿cuántos golpes me
quedan que recibir todavía esta noche...?
- Por favor, no te pongas
así, que tampoco es para tanto, digo yo...
- Bueno, no será para tanto,
pero yo ahora me marcho por donde vine a un lugar más seguro (añadió con tono
burlón).
Pues sí, Rafa se marchó. Se
despidió cortésmente y dio las gracias a los padres de Inés pero, sin hacerlo
materialmente, le estaba dando un golpe moral a la coleccionista de cajas.
Y, así, de este modo, Inés se
quedó con el plantón de su novio ¡y sin saber cómo hacer, ahora, para recoger
todas las cajas que tenía repartidas por el suelo de su habitación!
Pero lo peor fue... cuando se
fue haciendo consciente de la realidad: su afición la había desbordado y la
había dejado vacía, como a casi todas aquellas cajas que guardaba. Y al darse
cuenta, Inés lloró y lloró. De rabia y hasta de coraje contra sí misma. También
de impotencia.
Estuvo horas, hasta la
madrugada... sin salir de su habitación. Sólo ordenando cajas.
Por la mañana, su madre entró
en el cuarto. Al entrar, en el primer momento, se sorprendió del orden que allí
había; si bien todo el cuarto estaba lleno de montones de cajas, bien
ordenadas, encajadas unos dentro de otras y formando grupos... Después de
buscarla con la mirada, entre las montañas de cajas, vio a su hija dormida en
un rincón dejada caer sobre la pared, signo seguro de que había quedado
agotada...
Se le acercó en silencio,
intentando evadir las columnas de cajas, a través de aquel laberinto de cartón
y papel multicolor. De todos modos, sin poder evitarlo, un par de cajas fueron
al suelo y, de un golpe, hicieron que Inés despertara.
Con los ojos aún enrojecidos,
se incorporó poniendo en sus labios un “mamá” que hizo que las dos mujeres,
madre e hija rompieran a llorar.
Se abrazaron como nunca lo
habían hecho.
Entonces, la mamá, queriendo
ser positiva, dijo:
- Qué bien está todo.
A lo que Inés respondió:
- No, nada está bien: sólo
tengo cajas vacías... ¿para qué?
- No sé, es lo que a ti te
gusta (le dijo su madre).
De nuevo, con renovadas
lágrimas en los ojos, la chica añadió:
- He perdido mi tiempo, he
perdido mi novio, he perdido... ¡el sentido de la realidad!
- Un poco sí, la verdad...
- Todo el sentido, mamá. Las
cajas no me sirven para nada.
Hubo un silencio. Las lágrimas
corrían por el rostro de Inés. Su madre tragaba saliva, resistiéndose a
acompañar a su hija en aquel duelo.
Siguió, hablando con
dificultad:
- Ni siquiera para guardar...
Sólo lo que es útil merece la pena ser guardado o dedicarle nuestro tiempo...
Además las cosas más bellas de la vida vienen libres, desenvueltas; como las
mariposas, las flores, el viento o la luz del sol al amanecer que entra por mi
ventana.
Las dos miraron hacia la ventana.
Mientras la madre añadió:
- Sí, hija mía. También este
otro abrazo que te voy a dar.
- Te quiero, mami.
Así estuvieron un buen rato,
sin tiempo medible, ya sin mirar el despropósito de cajas acumuladas y
amontonadas junto, delante, detrás, a ambos lados... de ellas.
Luego, doña Lourdes dijo:
- ¿Y si hacemos una
travesura?
- ¿Qué travesura, mamá?
- Mira, podemos coger todas
las cajas, las metemos en la camioneta de Jorge, que casualmente ha venido a
traernos fruta fresca, y le pedimos que, luego, se las lleve... a donde le
parezca.
Así lo hicieron, en silencio,
como si de un rito religioso se tratara.
El primo Jorge, les dijo:
- Tengo una idea: las llevaré
a la Plaza Mayor, donde están montando un gran árbol de Navidad.
Lo que tú hagas estará bien, le
dijo la tía.
Jorge se acercó a la Plaza y,
pidiendo ayuda a los operarios del Ayuntamiento para descargarlas, las dejó
todas allí, sin dar más explicaciones.
Y... al otro día, todas las
cajas y cajitas, las que habían sido motivos de alegrías y también de
sufrimiento, sueño y pesadilla para
Inés, ahora, todas, lucían colgadas del gran abeto en la Plaza Mayor.
(Un relato publicado en “Desde el Alféizar”)