Era muy pequeñito cuando,
viajando desde América, dentro de una caja de cartón en la maleta de un joven fraile, llegó a Sevilla. Enseguida cayó en una tierra fértil, delante de un templo
católico. Se sabe que era el año de 1913 cuando sintió el abrazo de un trozo de
tierra junto a una cruz de mármol colocada en el cruce de dos importantes y
transitadas calles del barrio de Triana.
Y, como es el árbol de mayor edad
de la zona, ha estado... junto a la cruz de mármol, siendo durante muchos años el
fiel testigo de muchos eventos, de cabalgatas, de desfiles procesionales, de
citas de grupos de amistad, de cuitas de amor…
Ahora tiene añoranzas de su ayer;
pues, siendo más joven todo era diferente: daba su sombra, sin ocultar nada del
entorno e incluso se dejaba abrazar.
Luego, después de unas décadas,
se marchó el jacarandá (árbol amigo tropical americano, bien frondoso lleno de
flores azules y moradas) desapareció la palmera (orgullosa ella… pero que sabía
alegrar el espacio con el baile de sus ramas cuando las movía el viento). Se
quedó sin otra compañía forestal en el compás del inmenso templo del siglo
XVIII.
El enfado del viejo árbol es
grande. Ya nadie lo mira mientras reza una oración delante de esa cruz que él
acompaña hace tanto tiempo… Ya no suben chiquillos a sus ramas pues se ha hecho
tan grande que ya da miedo acercase a él.
Le duele esta Sevilla
secularizada, donde ya nada sagrado se valora… ¡ni siquiera la vida humana!
Inmenso, pero inmensamente
dolido, fastidiado, enojado con su actual situación. Porque ahora es un ficus
macrophylla que ha llegado a tener tan grandes dimensiones que hasta tapa el
edificio de la Iglesia, que molesta y hasta ha llegado a ser mirado con recelo
por bastantes personas que pasan a su lado; pues ya, en más de una ocasión, su
enfermedad incurable que ataca su fortaleza interior... le lleva a perder algunas
ramas cuando el viento las sopla.
Sólo la cruz lo acompaña. Esa
cruz de mármol barroca (antigua más que él, pues data del siglo XVIII), puesta
ahí para señalar un primitivo cementerio de fallecidos por la epidemia de la
peste del XVII, que ya sufrió con la caída de una de sus ramas la rotura de un
brazo; pero aún peor ha sido el daño que ha causado a seres humanos a los que,
sin pretenderlo, ha herido en los últimos tiempos.
Le duele que haya gente que lo
quiere utilizar para ir en contra de la Iglesia y sus miembros más responsables
y critica decisiones tomadas por el bien común, priorizando lo estético a lo
ético. Su enfado es grande y ya no quiere seguir ahí, sufriendo y haciendo
sufrir.
Sabe que hay que saber retirarse
cuando se deja de ser útil, para dejar paso a otras vidas nuevas.
Como también sabe que, como todos
los seres vivos, la existencia es limitada; pero se siente feliz de haber
cumplido con su misión en sus más de cien años de existencia.
Y está indignado con que haya
quienes se empeñan en mantenerlo enfermo, llorando con cada trozo de su cuerpo
arbóreo que se le cae, pero sin que nadie venga a consolarlo en su vejez,
dándole gracias por todo el bien que ha hecho mientras estuvo ahí, saludable,
digno, presente.
José-María Fedriani